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Las primeras veces que visité la ciudad condal fui como turista, una turista muy joven.
El primer viaje lo hice cuando tenía 19 años, y llegué después de visitar varias ciudades durante el invierno europeo, era el final del periplo de un mes antes de volver a Italia, a Milán. Al llegar, la ciudad me gustó por su luz y su calorcito de invierno a la orilla del mar. Pero antes de eso la ciudad ya se anticipó en darme su bienvenida durante el viaje en tren desde la ciudad de Granada, en Andalucía, al sur de España. Dicho viaje lo guardo como un tesoro, fue un viaje largo, de noche, en unos vagones incómodos, lleno de estudiantes y viajeros varios. Al menos eso es lo que recuerdo.
Al principio intentamos lo típico, es decir, acomodar nuestras mochilas, conversar entre nosotras con mi compañera de viaje, comer algo, dormir, mirar por la ventana las luces de la noche, o las luces altas en el compartimento evitando interrumpir el silencio. Se hacía de noche y ya estaban echadas las cortinas, no todos los viajeros querían cortinas abiertas.
Así empezamos a levantarnos del asiento, salir al pasillo, ir al coche comedor… Y claro, la juventud es lo que tiene, te haces amistades por todos lados; la necesidad de relacionarte y compartir es inherente, más en un viaje, al menos esa fue nuestra experiencia.
Durante los más de 600 km recorridos desde Granada a Barcelona, conocimos a varias personas y apenas dormimos. Entre mis recuerdos hay una persona que viene a mi memoria especialmente. Iniciamos conversación entre un gran grupo de estudiantes que iban a la ciudad de Toledo, eran de varias nacionalidades. Algunos de ellos estudiaban lo mismo que yo, y así empezamos a hablar con mayor interés, además algunos ya conocían Barcelona y nos empezaron a compartir todos los datos de donde ir, qué ver, como era la ciudad y tantas cosas! Nos hablaron del puerto, Montjuic, la rambla, sin embargo, el galardón se lo llevó indiscutiblemente la Sagrada Familia de Gaudí. Recuerden que en ese tiempo nadie llevaba smpartphones, ni tablet ni nada de eso. Como mucho guías de la ciudad y planos en papel. Sí, papel.
Un italiano llamado Alessandro S., estudiante de ultimo año de Ciencias Políticas, que pasaba un tiempo de intercambio, marcó diferencia entre todos. Conversábamos unos con otros y también entre los dos, hablaba perfecto español y yo le hablaba en un pésimo italiano recién aprendido semanas antes. Podría decir de él que fue un tremendo compañero de viaje; amable, conversador, inteligente, divertido, respetuoso. Incluso, me cuidó, cuando fue necesario, todo en un breve espacio de tiempo. Y no, no pasó absolutamente nada entre nosotros, ni un beso, ni nos tomamos las manos, ni nada; innegablemente hubo algo, intangible/sutil. Lo que más me sorprendió de él fue que varios meses después, estando en Santiago, al llegar de la universidad había una carta esperándome, me escribió desde Turin, Italia, ciudad donde vivía. Me escribió para decirme que había terminado la universidad, que vendría a Chile y que le encantaría verme para que nos conociéramos un poco más, revelándome una breve pero concisa declaración de sus sentimientos y esperanzas. Me quedé totalmente atónita, no supe qué hacer, no lo comenté con nadie. Leí la carta mil veces, sentada en la terraza en casa de mis padres, con todo tipo de emociones invadiéndome. Finalmente, no nos vimos porque yo le dije que no. Años después comprendí que mi decisión estuvo guiada por el miedo. Guardé esa primera carta durante años como uno de los mejores regalos que he recibido.
Y hoy hago publica esta historia, jamás contada porque sé que Barcelona, siempre me ha dado amor y me ha cuidado, desde el comienzo, incluso antes de conocerla. Y yo, siempre la he amado.
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