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Se fue la luz. Primero fue un bajón de intensidad y luego el apagón. Debió de durar apenas un par de minutos. Cuando la electricidad se repuso se escuchó la campanilla de la alarma, se prendieron las lámparas fugazmente para volver a apagarse en menos de dos minutos. Este segundo corte nos dejó totalmente a oscuras en una noche de cielos cubiertos y un suave viento sobre el lago. Las copas de los árboles se mecían y sonaban acompasadas alrededor de casa.
La noche oscura iluminada por unas velas puestas en una palmatoria de bronce que mamá trajo a casa hace 20 años…Los autos pasan por la carretera, sus focos iluminan su paso. Reviso las cargas de la baterías de los teléfonos; compruebo que tienen menos de la de la mitad de su capacidad y no sabemos cuánto durará el apagón. Las linternas tienen pilas ya casi gastadas por los juegos de mi hijo, recuerdo que pensé durante el día que debía ponerlas a cargar. No lo hice.
Con mi hijo decidimos seguir comiendo nuestra cena tardía, un quiche recién horneado con esa masa crujiente y sabrosa que nos recuerdan a las galletas de avena. Se nos olvida la oscuridad que nos envuelve. Pronto lloverá, se siente en la temperatura del aire y su brisa.
Esta noche inmersa en la oscuridad, sin estrellas ni luna, cubierta de nubes hace que recuerde las innumerables veces que mis hermanas y yo, dormíamos en el campo de los abuelos; lejos de todo junto a un solitario camino público con vecinos tan lejanos que parecía que las noches eran la total inmensidad del universo. En mi mente de niña pequeñita, aunque sabía que estaba acompañada de mi abuela, mi abuelo, algunas tías, primos y mis hermanas, sentía la soledad, el no sentirme del todo segura en ese lugar apartado y tan grande. En esas tierras cuyos días eran interminables juegos haciendo casitas de barro, subida en los árboles frutales comiéndome las uvas de la viña, visitando la laguna o haciendo excursiones a los campos vecinos; las noches oscuras me estremecían en la mitad de mis sueños infantiles: sonidos de animales nocturnos, la casa crujiendo, la lluvia cayendo con fuerza, los árboles moviéndose por el viento tormentoso del verano. Todas esas vivencias siendo tan niña me llenaban de inquietud y sobresaltos. Entonces echaba en falta el abrazo de papá y mamá que estaban en la ciudad, ir corriendo a meterme en su cama y que todo estuviera en calma, protegida.
Sin embargo, llegada la mañana despertaba con ansias, temprano para ver el sol, descubrir los rayos de luz que se colaban por las ventanas iluminando la habitación y el resto de la casa, convirtiéndose en mis momentos favoritos del día. Entonces, la oscuridad daba paso a la luz, a la belleza.
La voz de mi hijo riendo y disfrutando de la cena a la luz de las velas me traen de vuelta al presente, disfruto de la cena con la casa en penumbras, le pregunto a mi hijo cómo está y me dice ¡Bien, mamá! entre sus lecturas de detectives y con su boquita llena de comida. Continuamos así veinte minutos, tal vez, cuando finalmente las luces de las lámparas, los focos del jardín y más allá, los focos de la carretera vuelven a encenderse.
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