Publicado por Magdalena Carvallo A.
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No podía respirar. Fue en una potente sesión de terapia bioenergética, en la que la palabra “renuncio” salió de mi boca, desbloqueando esa garganta que llevaba semanas cerrada. Y no tenía solo que renunciar a mi trabajo, -el que me tenía agotada y me hacía sentir poco valorada-, sino que también al rol que cumplía en las distintas esferas de mi vida.
Me vine porque estaba enferma.
Necesitaba parar. Irme lejos. Bien lejos.
Y también, necesitaba inglés.
Elegí Australia -a pesar de mis prejuicios que me hacían creer que era un lugar superficial donde zorrones iban a sacar kiwis y carretear -, al constatar en un viaje previo que era un país precioso y amigable para los migrantes, que te permitía trabajar y mantenerte y mientras podías gozar de una mejor calidad de vida, la que cada cual eligiera.
En un comienzo era un viaje de un año, pero algo en mi interior me hizo ver que no estaba lista para volver. ‘Debía’ aportar algo a mi carrera profesional antes de volver. O al menos eso creía…
Y así fue. Estudié en la mejor universidad algo relacionado a mi carrera en Chile y aprendí bastante. Pero para mí lo más valioso e impresionante, fue darme cuenta que aprendí a ‘pensar’. Crecí en un contexto muy alejado del pensamiento crítico, en el que reflexionar no está bien visto. Es un ambiente en el que se te entregan muchas certezas y verdades y en donde no hay espacio para el cuestionamiento ni menos, para la diversidad de pensamiento. Un mundo que puede ser bondadoso, pero ingenuo y uniforme, en el que no salir de lo establecido brindaba estabilidad y aceptación, sobre todo para los de familias más disfuncionales, como era mi caso.
Puedo decir que, me tomó unos 6 meses dejar de desconfiar y de andar saltona por la calle. Justo antes de venirme a Australia, 4 chicos rodearon mi auto y me apuntaron con un arma en la cabeza a mí y a mis amigas mientras intentaban llevarse mi auto. Traumática experiencia.
Y bueno, me tomó bastante tiempo más el aprender a confiar y asumir que vivía en una sociedad feliz que funciona en base a la confianza, en donde todo tiene solución y en donde no hay trabas sino solo facilidades, haciendo ‘todo’ posible.
No dejaba de alucinar al ver cómo personas apoyaban sus bicicletas afuera de los locales mientras entraban a comprar, mientras otros disfrutaban del parque un martes en la mañana. Y los canastos rebalsados de limones afuera de las casas para compartir con los vecinos es algo que hasta el día de hoy me sorprende.
Aquí conocí la dignidad.
Con el paso del tiempo, comencé a entender mejor las políticas públicas y a teorizar los conceptos que no creía podían verse en la práctica. Y es que Australia es, en mi opinión, un país justo, en donde derechos como dignidad y libertad están garantizados.
Funciona como un estado benefactor, que garantiza el bienestar de las personas dando prioridad a lo social, y en donde además, la diversidad es un valor: al menos en las organizaciones sin fines de lucros y ONG’s, ser migrante, Aborigen, parte de la comunidad LGBTQ+ o tener alguna discapacidad, es un plus a la hora de buscar trabajo.
Es una sociedad en donde absolutamente todos los trabajos son dignos y respetados (y bien pagados), que da también valor a la naturaleza, a lo reutilizado y un importante lugar a la cultura, el esparcimiento y por sobretodo, a la salud mental.
Pero como bien sabemos, no todo es jauja.
Ser migrante no es fácil. Un “baño de humildad”, como bien decía un amigo.
Llevo casi 7 años viviendo acá, ad portas de ser residente. He vivido muchas cosas: buenas, malas, memorables, transformadoras. Me he empapado de distintas culturas y conocido las más diversas realidades, forjando también amistades para la vida. Tuve los más variados trabajos, emprendí un negocio con flores que me hizo muy feliz, e incluso me reinventé profesionalmente, dejando atrás a la periodista confundida, agobiada, que seguía adelante, sola, sobreviviendo.
Necesitaba perspectiva, tiempo y espacio para reconocerme, reconectar y reconstruirme, ya que tanto ruido y estímulo no me estaban permitiendo escucharme.



Ha sido un largo camino desde que decidimos quedarnos y empezar los trámites. Tiempos de incertidumbre y no libre de dificultades. Si bien no llegamos con la idea ni tuvimos la visión de quedarnos, el estallido y la pandemia fueron llevándonos gradualmente a pensar en la posibilidad, a plantearnos dónde estaríamos mejor, y a empezar a verlo como una opción.
Pero vivir lejos de la propia cultura y de la gente que uno quiere no es nada fácil. Y es ahí donde empieza el mar de contradicciones.
– “¿Cuándo vuelven?”, “Ya pues, está bueno ya”, “Los estamos esperando” uno escucha.
– Pero luego me pregunto: ¿Soy feliz allá? ¿Estaría igual de bien? ¿Hago algo con mi profesión? ¿Tendrá vida? ¿A qué costo? ¿ Y dónde quedaría mi calidad de vida, ahora que la conozco?
– A pesar de todo eso, ¿será quedarse la decisión correcta?
– Y la más difícil: ¿Estoy siendo egoísta? ¿O estaría siendo más egoísta al privar a mi hijo de crecer en una sociedad libre de estereotipos, segura y con padres felices, con tiempo para él y estables y tranquilos económica y mentalmente?
Muchas cosas de esta cultura no me gustan, especialmente su dificultad para vincularse. Y definitivamente extraño a mis amigxs, a mi hermano, a mi sobrina.
Pero sí me gusta vivir con menos, tener una vida más simple, más presente.
Estoy bien aquí. Feliz. Tranquila.
No vivo de vacaciones, en la playa, tomando café y surfeando rodeada de niños rubios con pelo largo como mucha gente suele imaginar Australia. Pero vivo con mi familia, tranquila y tengo tiempo libre, que para mí es lo más valioso.
He tenido que aprender a vivir con el corazón dividido y a lidiar con la nostalgia. Y si bien pueden estar apaciguados, siempre hay miedos respecto a si es la decisión correcta o incluso aparecen preguntas más trascendentales e inquietantes como si quiero envejecer aquí. Y puede ser tan agobiante que he optado por disfrutar mi presente, agradecer y confiar ♡
Melbourne, Nov. 2023
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