Han sido muchas veces las que he intentado escribir este texto y no ha sido hasta ahora que por fin lo hago. Las veces anteriores se quedaban en una intención, en ganas que se desvanecían con cualquier cosa o simplemente pasaba el momento. Se quedaba en el olvido.
En el año 2013, durante el mes de febrero tuve una perdida gestacional, perdí al bebé que estaba creciendo dentro de mí. No sé como decirlo, no sé exactamente como explicarlo. Es algo que me ronda cada cierto tiempo; pude sentir la alegría y el miedo, la esperanza y la pena de perder un tesoro.
Literalmente conviví con la vida y la muerte dentro de mi cuerpo y definitivamente no estaba preparada para algo así. Absolutamente, no.
Recuerdo exactamente la mañana en que me hice el test de embarazo acompañada de mi marido. Llevábamos casi un año esperando ese momento, el poder ver las dos rayitas rojas marcadas en la pequeña caja blanca. Fue muy esquivo el camino, aunque solo fueron once meses de intentos, al final se sentían como losas pesadas que se sucedían una tras otra, hasta que por fin esa mañana, en el umbral de la puerta del baño pudimos constatar que pronto seríamos una familia. Llegaría nuestro hijo o nuestra hija. Al fin mi intuición había sido confirmada; lo que mi corazón ya sabía y mi mente se negaba a aceptar era que llevaba muchas semanas embarazada. Sabía que mi pequeña barriguita era algo más que una hinchazón por comer demasiado.
Esa mañana junto con la alegría de conocer la mejor noticia del mundo para mí, para nosotros como pareja, una sensación de frío, un frío polar recorrió mi cuerpo de principio a fin. Fue muy extraño. No le quise dar importancia a esa sensación, me enfoqué en mi vientre, el que ya contenía una vida hermosa, la vida más esperada de los últimos meses y luego me dispuse a los quehaceres del día a día llevando un secreto conmigo: un secreto que hubiese contado a voces a todo el que se cruzara por mi camino.
Tras el paso de las semanas comencé con molestias, sentía que el vientre se ponía duro y con pequeñas contracciones, aunque claramente no supe identificar el dolor ni entender qué pasaba. Si bien descansaba en cama todo lo que podía, seguí yendo a trabajar pero al tercer o cuarto día me fui a la clínica sin pasar por la oficina. Fui directamente a urgencias. Me revisaron, me hicieron exámenes. Tuve que entrar sola al box de urgencias, hacerme todas las pruebas comunicada con mi pareja a través del teléfono. Fueron varias horas. Ningún doctor, enfermera o personal clínico tuvo el mínimo de empatía ante mi situación, lo único que un joven doctor me dijo con la máxima ternura y buena intención que pudo fue algo como “pero para qué llora, si todavía no pasa nada”. Contuve mis lagrimas, pedí ver a mi marido pero no le dejaron pasar. Finalmente me fui a casa con la indicación de descansar porque efectivamente mi bebé ya había desaparecido, ya estaba sin vida y tendría que esperar a que pudiera expulsarlo naturalmente. Y así fue, salió de entre mis piernas junto con la sangre, una sangre que paradójicamente nos unía incluso en la muerte.
No me dieron licencia, tuve que pedirla. Lo informé en la oficina, alguien dijo qué pena y eso fue todo. En la semana siguiente regresé dos veces más a la clínica para confirmar que ya no había restos de mi hijo en mi cuerpo.
¿Y qué pasó luego? diría que no pasó nada. Le contamos a la familia y a algunos cercanos si preguntaban porqué tenía licencia. Fueron días mas bien que transcurrieron en soledad. Después de dos días y un fin de semana, volví al trabajo. Casi ni hablé de lo sucedido asumiendo que son cosas que simplemente pasan. Era algo normal, habitual, común. Lo asumí como tal, algo que simplemente sucede, y en cierto modo es así, sucede pero ya sé que no es normal, habitual ni común, no al menos en el sentido que se le quiere dar. Como si no pasara nada.
Mi entorno cercano incluso más íntimo no fue especialmente empático, habían diferencias de pensamiento. No fue para tanto, ya vendrán otros. Y lo más difícil a lo que sobreponerme, yo misma. Mis pensamientos, mis barreras, mis condicionamientos. Hubiese mandado a la mierda a varias personas y también me hubiese querido sacudir de mis bloqueos internos, los desconocidos.
Mi hijo o mi hija existió, lo estuve gestando dentro de mí con todo mi amor y mi anhelo. Y aunque no lo pude parir lo pude expulsar de mi cuerpo sintiendo su muerte y también su vida. Diluida y fundida con la mía.
He tenido dos embarazos en mi vida; el primero que no llegó a término y otro que me dio la fortuna de conocer el milagro de la vida en su plenitud. Y con ello ahora puedo comprender que el duelo de perder el sueño, el anhelo de dar a luz y abrazar a tu bebé amado no es algo normal, habitual, común. Es parte de la vida, sí, sin duda. Y también sé que suceden muchas cosas en esas experiencias que nos remueven, nos estremecen, nos descolocan. No es algo ordinario, por el contrario, es una tormenta de implicancias desconocidas donde nos sentimos deseosas de ser abrazadas, amadas, cuidadas, respetadas. A todas las familias que de alguna manera estamos unidas o tocadas por esta experiencia nos brinda una oportunidad por descubrir, cualquiera sea, en ese momento o mucho tiempo después.
Mi hijo sabe que no es hijo único ni el mayor, sabe que tuvo un hermano que no llegó a nacer y que él es el hermano menor. Y también sabe que a ambos los amo con mi vida.
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