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Publicado por Catalina Costa Pérez

Nunca voy a olvidar cómo se sintió la primera vez que realmente se me rompió el corazón. Estaba en el antejardín pisando un pasto mojado por el rocío de una mañana de invierno, mirando hacia dentro del living. Dos extraños la estaban metiendo en un cajón y yo miraba impactada e incrédula como se acababa toda una vida. Mientras sellaban el cajón me cayó encima un peso indescriptible que me hizo consciente de que nunca más podría sentir su olor, ni recibir sus manos entre las mías. Todas nuestras conversaciones quedaron en el vacío, frágiles ante el posible olvido de una memoria dañada.

Mi hermano mayor me abrazó fuerte y mis rodillas no pudieron seguir sosteniendo mi cuerpo dolido, que ahora pesaba mucho más.

Solemos vivir como si todo esto fuera eterno… sabía que iba a morir, después de noventa y seis años de vida no es novedad, pero el amor nos hace sentir propio y perpetuo lo ajeno, que finalmente es de Dios.

Se acabó, pensé.

¿Nunca más una conversación sentada en el columpio de la Quela, ni comentarios insólitos como “para qué estudia? Búsquese marido”; ni verla gozar comiéndose medio kilo de carne con papas con mayonesa.

Se acabaron los besos grandes, postre clásico familiar que solo se hacía en la casa de mi abuela, porque sus nanas de toda la vida tenían la receta en su inconsciente. Así también pasaría con el salpicón perfecto, los tecitos con jugo de naranja y pan con palta, y todas las delicias que las nanas de mi abuela preparaban para su patrona, y que ya no están. Los horarios marcados por la rutina de una vida tradicional en el campo chileno llegaban a su fin. La abuela que permanecía sentada impertérrita todas las tardes bordando, escarmenando, haciendo puzles o crucigramas, mientras nos miraba bañarnos en la piscina de Lolenco, rogando que no nos asoleáramos, había partido para siempre.

La mujer simple que tenía claro quién era, me dejó un vacío tan grande que los años no han logrado llevársela completamente.

La veo, la oigo, la sueño, huelo su olor, no en un sentido morboso, sino en el cariñoso recuerdo de su nieta mayor.

Como amante de la historia, mis entrañas no solo conectaban a mi Tita conmigo biológicamente, sino también con todo su pasado, que fue poco a poco relatándome. Su familia, su campo, su vida.

Siempre he sentido que de mi estómago salen raíces que se enraízan en mi campo a través de los años, su gente y su historia. Cuando la Tita murió, sentí que mucho de eso dejaba de existir… se perdía mi conexión con mi esencia, con mi historia, con mi amor.

Mucha gente no entiende el valor en la posesión histórica de la tierra. El trabajo amoroso que requiere, la inversión de la paciencia y el amor de toda una vida; la disposición a “mascar lauchas” con tal de no tener que vender; el traspaso de estos valores de generación en generación, y lo más difícil de todo: la cantidad de acuerdos, desacuerdos, peleas, roces, perdones y conciliaciones que conlleva es difícil de comprender desde fuera. Saberse en posesión de un tesoro que no está en venta, porque el alma no se vende.

Mi familia ha habitado las tierras de este valle desde el año 1637 y lo ha amado desde entonces. Puedo sentirlo. Se puede ir todo a la cresta, menos Lolenco. Y así hemos estado dispuestos a defenderlo con la vida.

Para muchos somos bichos raros, pero mi abuela comprendía esto perfectamente, pues lo vivió en carne y hueso, y así me lo traspasó a mí.

Ella era de los últimos “cascos blancos” que quedaban, lo que hizo más tajante la desconexión con ese pasado. Este apodo hacía referencia a el peinado que usaban las mujeres de mi familia, de la edad de mi abuela. Su pelo blanco como la nieve, y un peinado sostenido a base de laca de alta densidad, ¡dándoles un aspecto lo más elegante que hay!

Mis padres hoy viven en su casa y he podido ser testigo de la transformación que experimentan los campos cuando cambia el “patrón”. Hoy veo este lugar con otros ojos, más actuales y propensos a la renovación de los antiguos estandartes, que muchas veces eran solo costumbre. Se abre paso a lo nuevo, siempre bajo el mismo lente del amor profundo por la tierra y la familia.

Aunque hoy no exista la institución del mayorazgo, cosa que agradezco, sí siento nostalgia por todos esos campos y familias que no lograron permanecer en el tiempo unidos. La materia tiene memoria, y cuando la tierra es amada, retribuye. Puede haber malas cosechas, pero la paz y calma de habitarla nos dan una salud que va más allá de lo físico.

Mi abuela nació el año 1925, y siendo la quinta de siete hermanos, tenía con quien entretenerse. Nunca le faltó, puesto que con la hermana que le antecedía compartían pieza, y tan regalona era que la Nené le preguntaba antes de dormirse “¿cómo está tu camita?” y ella le respondía que estaba “yica la cama”.

De cabellos largos y unos ojos mar transparente, vivió su vida entre el campo y la playa. Yo no sé si algo en su vida le impidiera a ratos ser feliz. Yo solo me la gocé. Me sorprendía con actitudes de niña, siendo una señora. Y con suspiros que traslucían añoranzas de tiempos que no volverán. Nos demostraba su amor dejándonos un huequito en su cama para regalonear o escondiendo sus chocolates y pretendiendo que “aparecían sorpresivamente” para compartirlos con nosotros. Sus canciones siguen sonando en mi memoria y recuerdo sus expresiones al cantarlas.

Añoro esos “aay mi vieja…” extraño oír su voz. Cuantas conversaciones querría repetir solo para poder grabar tus consejos a fuego en mi memoria.

Contigo las cosas tenían sentido. Hasta que llegó el alemán (Alzheimer).

Qué increíble como el alma se pone en “jaque mate” a sí mismo para aprender. Aprender a soltar tan radicalmente, que te obligas a dejarte ir. Aunque hubo momentos de lucidez donde me aconsejaste con mucha sabiduría, fue muy difícil ver tu deterioro. Casi al final me dijiste: la vida está llena de vicisitudes, y te dormiste después de rezar. Y así es, tal cual. De vivir una vida de pudor, sobria elegancia, femineidad e inteligencia, morir con alzhéimer, sin aparentemente recordar quién eres ni quienes te rodean. Entregar las riendas de tu propio caballo a otros para que dispongan por ti, te guíen, administren tus posesiones, te alimenten… tremendo aprendizaje, pero sobre todo, qué sabiduría la de tu alma! Porque finalmente, en la más cruda realidad, verdaderamente no tenemos nada. Solo el amor cambia la materia.

El famoso dicho “todo tiene su razón de ser” adquiere un peso mayor y diferente si aceptamos que venimos al mundo a aprender, y que antes de nacer elegimos ciertas personas para que nos acompañen y sean nuestro espejo; ciertos dolores para mostrarnos y forzarnos a descubrir nuestras fortalezas, y así… el simple hecho de que tengamos tiempo limitado en esta existencia le da sentido a todo. Nada es para siempre, todo pasa, y nos entrega el espacio perfecto para desarrollarnos y amar, nos da un tiempo para hacerlo. Un tiempo para aprender a hacerlo, otro para vivir el dolor de haber amado, y finalmente uno para la gratitud.

¿De qué serviría vivir para siempre? ¿No sufrir la pérdida de un ser querido? No nos daríamos cuenta de que el paso del tiempo implica necesariamente dolor. Saber que he querido tanto, que duele dejar ir. ¡Qué suerte! Que bendición amar así.

¿Será que la historia pesa? ¿En alguna dimensión de la realidad pesarán los acontecimientos? ¿Por eso será que la historia puede sentirse cargada? ¿Que los recuerdos ralentizan el cuerpo y lo melancolizan?

Es como si la vida vivida a concho pesara más. Está cargada de anécdotas, recuerdos y sentimientos. Está llena, sin pendientes. ¡Que valentía aquella de vivir sin pendientes! ¡Y qué voluntad! Pareciera ser un acto ligado a la compasión y que cuando toma grandes dimensiones rebalsa como misericordia. La vida vivida al servicio del amor. ¿Dónde queda todo eso al morir? ¿Fue un simple esfuerzo que se esfumó en la nada? Lo dudo… presiento que las acciones producen energía, y ésta carga los lugares y las personas donde transita. La materia tiene memoria. Por algo dicen que “vale la pena” … no puede ser por nada, no es posible que un acto de bondad, por mínimo que sea, se deshaga en la nada, sin dejar rastro. Poco a poco los seres humanos hemos ido cargando la tierra con nuestra energía, generándose una comunión entre ambos.

Por esto es que reconocemos cuando una casa “está cargada”, o “se siente un aire pesado”. Las acciones del hombre impregnan la materia. Si fueron acciones de amor hacen que florezca, pero si fueron basadas en el miedo o sentimientos negativos, podemos podrir los espacios con mucha facilidad.

Cuando una persona te marca, ya sea porque la amaste profundamente, o porque tuvo un acto de bondad con tu alma, ese recuerdo es un banco de energía permanente que queda a tu disposición. Vivimos cargados con la energía que decidimos aceptar, recordar y honrar. Esto es importante ya que este campo que mi familia ha habitado tiene en su energía reinante una huella digital de la energía de todos mis ancestros. Puedo sentirla, porque se vivió ahí. Ahí se sufrió, ahí se fue feliz, ahí se vivió el amor; y se nota que fueron gente buena. De otra manera habitar este espacio no sería tan grato, sanador y lleno de luz.

El cuerpo físico de mi Tita dejó de vivir, pero su alma está viva, y su energía continúa nutriendo mi campo y mi corazón. Mientras yo la honre y la recuerde, ese fuego seguirá encendido como lucero guía, como fiel guardián y como abuela amada.

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