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Publicado por Constanza Cordovez

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Camino lento sintiendo cada paso, tengo las manos tibias y la punta de los dedos frías. Me doy cuenta que camino sin prisa de llegar,  como si supiera que nunca llegaría tarde. Como si supiera que siempre fuera el tiempo perfecto.

En realidad, esa sensación se basa en la rotunda certeza que tengo de que el pasado, ya se esfumó y que el futuro, aún le queda un tramo por llegar. Toda la realidad me parece un bello puzzle sincronizado que nunca tiene una sola forma y que tampoco se arma de la misma manera. Todo lo que sucede entre el tiempo, lo siento como una constante fuerza magnética que va moviendo todo alrededor. Esa energía vibrante de vida, es la que supera los segundos, los minutos y los micromomentos inundados de lo invisible, que no sabemos cómo nombrar. 

Puede sonar como una fantasía o falta de realismo este modo de ser en el mundo, pero cuando consideras que la realidad es una muy buena ficción, los límites se desdibujan un poco y la realidad se va volviendo más ficticia de lo que uno imaginó. En ese espacio intersticio entre una y otra, aparece una magia natural que hace que las cosas imposibles sucedan y que la vida te sorprenda de forma insospechada, una y otra vez. 

Son tantos los momentos que podría contar para graficarlo, tantos los que parecen buenos o los que parecen malos. Aunque parezcan historias de Big Fish, les juro que son absolutamente ficticios e innegablemente reales. Partamos por los malos momentos para pasar el sabor amargo, primero y quedarnos con lo dulce, después.

Recuerdo mi cumpleaños número 40 que pasé en mi departamento de ‘soltera’ después de separarme. Por primera vez se cumplía el sueño de vivir sola, de tener mi espacio y mi tiempo; antes había vivido en familia, con amigos, pololo y marido. Ese espacio era mi primera conquista de verdadero empoderamiento, luego de la pieza de soltera en el 601 y los primeros viajes con los primeros sueldos de trabajo en la librería. Ese departamento en la intersección de Suecia y California era mi refugio como mujer y el nido con mis dos cachorros, con una auspiciosa y generosa vista a la cordillera.

Ese día venía llegando con mi bici urbana como los otros días de reunión o de clase y afuera había estacionado un viejo auto verde, extremadamente largo y con la patente 666. Cuando abro la puerta, veo que sin haber desorden, faltaban unas cosas y la ventana de nuestro 3er piso hacia el pasillo, estaba abierta. Como me sucedió esa vez y en el siguiente departamento, me robaron sólo computador y tv. Más que sentir la pérdida de las cosas, sentí que habían violado mi lugar seguro. Ese fue el primer presagio de una mala racha que nos fue aconteciendo. 

Luego vino la demolición de las casas estilo francés lateral y chilena trasera, donde con espanto vimos como las retroexcavadoras sacaron los árboles de cuajo, para erigir dos moles que taparon la vista y la luz. De ahí vino el mar de polvo, la gritería, los ruidos de construcción, hasta la entrada de ratones por la ventana. La vida me decía que tenía que salir de ahí pronto y encontrar otro verdadero refugio. Cuando ya llegó el tercer presagio, me di cuenta, que ya era inminente el irse de ese lugar, como si todo complotara para sacarnos fuera.

Esa tarde salí rápido a buscar a mi hija, saqué el auto del estacionamiento y desde dentro intenté cerrar el portón. Pero no había caso, por más que apretara en distintas direcciones el control no funcionaba. Apurada y nerviosa me bajo del auto, tuve un lapsus de conciencia y desatención y acerqué demasiado la mano entre las rejas. Entonces, el portón comenzó a funcionar, pero ahora entre las dos hojas de hileras de fierro, avanzaba mi brazo adentro. El alarido fue estruendoso, no recuerdo algún momento que hubiera proyectado tanto la voz como esa vez. Al ver el susto de mi hijo, salió la madre contenida y le dije (no sé cómo) de forma calmada y dulce: “la mamá está en problemas anda a buscar ayuda”. En ese instante, seguí gritando a tonos que desconocía de mi voz, hasta que mágicamente llegaron  mis salvadores: dos maestros de la fatídica construcción de al lado, a frenar el avance de las rejas. Al llegar a urgencias y explicarle al doctor que mi antebrazo estuvo apretado entre unos pocos centímetros, consideró que era casi un milagro que sólo tuviera moretones y no me hubiera fracturado ni un sólo hueso. Para mis adentros, me sentía como una pájara que le habían partido una de sus alas. Como si la vida me dijera que tendría que ser mucho más fuerte, si quería defender mi espacio de libre felicidad. 

En esos años claramente estaba ojeada como dicen en el campo, porque a medida que el éxito profesional iba en ascenso en mi vida, en la vida íntima y secreta seguían sucediendo cosas así. Lamentablemente, para los que fueran mis adversarios energéticos, tengo un pasado guerrero, con una innata e irrefrenable positivismo ante la vida, así que a mayor número y cuantía de desgracias y pesadillas, mi alma se empeñaba más en salir a flote. 

Y cómo esas experiencias límites, también  sucedían otras  de coincidencias maravillosas. Esas sincronías que ponen todo en el lado fantasioso, placentero y feliz. Reconociendo  al ejército de ángeles que tengo, el que me protege de forma inaudita, salvándome de circunstancias nefastas. 

En el siguiente departamento de Bilbao con Amapolas- donde también fuimos muy felices- acostumbrábamos a salir en monopatín, bicicleta o patines a andar por el barrio. Hace unos meses había terminado mi segundo taller de Tarot, esta vez el Mítico, un mazo de cartas negras llena de simbolismos basados en los mitos griegos.  En uno de nuestros paseos cotidianos, íbamos con mis dos hijos, los tres de la mano. En eso vemos un hombre desaforado, que venía luchando consigo mismo, rompiéndose la camisa, quebrando los lentes, partiendo su cédula, dejando a su paso una regadera de cosas rotas, mientras vociferaba algo indescifrable. En eso, veo que tira un pañuelo al borde de la vereda. Como soy infinitamente curiosa como buena géminis, no pude evitar ir a investigar qué había dentro. En el momento que abro el pañuelo me temblaron las manos de impresión y sin querer tuve una carcajada nerviosa. Era el mazo de tarot mítico completo. Como creo en las “casualidades”, sólo me quedó recibir el regalo y limpiarlo en casa, ya que era El Loco el que me lo había lanzado casi directamente a mi cara. Para los que no sepan de Tarot, El Loco es la primera y última carta de los arcanos mayores, es el inicio del viaje de autodescubrimiento, el que se desapega y emprende el viaje. 

Después de esas vinieron una tras otra, las señales en números, en mensajes y en frases en la calle…pasó menos de un año cuando los dueños me dijeron que iban a vender el departamento y me tenía que cambiar. Ese mismo día encontré en el piso una tarjeta de servicio de mudanza. No sabría que el señor Otarola, me iba a acompañar en las próximas tres mudanzas de lo que hoy se ha vuelto sin quererlo casi en una vida nómade. 

Luego pasaron cosas aún más insólitas, pero ya había comprendido que cuando uno vive la vida con la sabiduría de El Loco, puede encontrar el equilibrio entre el tomar acción y rendirte a lo que el destino te depara. No es que ese destino esté escrito, sino que algunos elementos vienen como predeterminados en cada jugada, como si no importara de qué manera, pero tendría que vivir esas experiencias.

Entonces la vida me dijo: “es hora de volver a tu tierra, cerca de la familia materna”. Recuerdo haber tenido muy claro donde quería vivir, en el barrio de Costa Brava en Viña cerca de la Alianza donde seguirían mis hijos después del traslado. Me encontré con un grupo de amigas queridas, todas unas bellas magas. Estábamos en la playa de Los Lilenes y les dije: “En esa casa quiero vivir” señalando una terraza blanca de una cabañita frente al mar. Después no me podían creer cuando les conté que cuando entré al portal de propiedades, fue la primera casa que fui a visitar. En ese nivel de efectividad de los deseos del corazón había entrado, a lo que llaman la Manifestación (no entraré en ese tema, pero pueden investigar al francés Neville).

Con el proyecto que estábamos trabajando en Danza, fuimos a una hermosa gira a México y Cuba, que la viví entre llantos en uno de los combates más duros que me ha tocado experimentar. Después de varios tragos, ya más venenosos que amargos, era parte de una estúpida e insensata lucha por la custodia de nuestros hijos con mi ex pareja. Entre dos palmeras como los templos ancestrales, esa hermosa cabaña  de la calle Madreselva de Concón, fue nuestro lugar sagrado. El mar fue el mejor antídoto ante las pesadillas del karma que se estaban encarnando en mi vida, literal como un arrecife en una costa brava.

Dos meses después, me vi forzada por los abogados a volver a Stgo  a una casa en Batuco más cercana al colegio, habiendo firmado contrato ya en la casa de la playa, donde había depositado todos los ahorros que me quedaba después de tratar de salir a flote de la guerra económica y unos meses sin recibir pensión. Juro que se caigan los cielos que en mi desesperación, recé con todas mis fuerzas y pedí ayuda para salir de esta. No resultó coincidencia que el dueño de la cabaña había sido un energúmeno machista y brutal con su vecina, lo que le acarreó un juicio que terminó perdiendo justo cuando yo clamaba por ayuda. A la semana siguiente me llega una notificación de la corte que había que desalojar la casa porque tenía orden de demolición. A pesar de las negativas del dueño, conseguí rescindir el contrato y que me devolviera lo del depósito para comenzar de nuevo.

Y bueno, salir a flote se estaba transformando en mi especialidad, había tenido una infancia, una juventud, en definitiva, una vida resiliente. La fe que tengo dentro era como el hilo rojo, que te sostiene cuando estás a punto de claudicar, cuando te sientes abatida, sin ánimos en el ahogo del sufrimiento. Algo animal de esa selvática madre, renace en mi alma y en mi interior que me hace nadar, volver a buscar la orilla y respirar.

Esa lección  de flotar, se me grabó a fuego en una salida de nieve de montañismo en mi época universitaria en la UC con el admirado Lucero. Estábamos aprendiendo técnicas de marcha en nieve en el Cajón del Maipo, divirtiéndonos deslizando entre la vaporosa nieve, tratando de aplicar la técnica de freno con el piolet. En eso, en el camino en zigzag que íbamos calando en la ladera blanca con los bototos, comenzaron a caer azarosamente unas piedras. Nos habían explicado que en esos casos hay que dar aviso gritando, ¡Piedra! y no correr. Fue exactamente lo contrario a lo que hizo el grupo. En ese instante se desprendió un buen pedazo de nieve y al ser la última de la fila, me vi de un segundo a otro, arrastrada por una avalancha. Justo nos habían enseñado qué hacer en caso de que ocurriera: intentas frenar y si no puedes, tienes que nadarla. Sí, tal cual, nadarla, dejarse flotar en esa poderosa y sigilosa corriente blanca. Así como las otras veces estuve mágicamente protegida y llegué al final de la falda del cerro, ilesa. Al final, lo único que había que hacer era dejarse llevar y salir a flote. Ninguna avalancha dura cien años y nada es tan inmensamente aplastante como para opacar la fuerza de ese espíritu y amor que te mantiene viva. Fue ahí que decidí tomarme la vida con profunda levedad como me lo había anunciado antes Kundera. 

Descubrí también que para flotar tenía que ir liviana de cargas, todos los residuos densos del odio, del resentimiento y desamor, sólo harían que me hundiera en la nieve, el mar o la tierra donde estuviera. Eso sólo me sepultaría entre la frialdad y las amarguras de la vida. Decidí creer que no existe arma más potente que perdonar y amar hasta la persona que más te daña. No por ser buena, ni por poner la otra mejilla, ni por ellos, sino  simplemente por mí. En esta vida nunca me ha gustado llevar piedras en el corazón. Lo único que podía salvarme era esa liviandad de una vida flotante, donde lo único que te mantiene atenta es cada inhalación y exhalación cuando respiras.

Dejar que tu vida se vuelva un bello descenso, hundirse en las profundidades de las sombras, para luego ascender sin nada, ni nadie que pueda arrastrarte abajo. Aunque como ya conoces esos fondos, ya nada te atemoriza. 

Constanza Cordovez
Artista, Comunicadora, Voyages & Awarness

http://www.constanzacordovez.com

https://www.instagram.com/cocodespierta/



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