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Llegué a vivir a Barcelona con 24 años, muy jovencita, creyéndome que era mayor, muy madura y que tenía claras tantas cosas en la vida. Ahora, evoco ese momento y ese lugar de mí con mucha ternura, reconociendo la fuerza de mi juventud y admirando mi coraje y valentía de tomar decisiones centrada en cumplir mi sueño. También, he sido capaz de aprender y llevar la vista atrás para recomponer ciertos aspectos, porque tengamos claro que iniciar esa aventura fue de todo menos aburrida. ¿Ya saben de eso, cierto?

Bueno, pero lo que hoy quiero compartirles es algo muy particular, algo que me di cuenta al poco tiempo de estar en la ciudad. Con mi actitud de turista curiosa y observadora me di a la labor de conocer a mis congéneres: a las mujeres catalanas. Quería saber como vestían, como se relacionaban, su forma de vida. Esto es algo que llevé a cabo durante mucho tiempo, especialmente los primeros años. Me encantaba escucharlas hablar, observar como se desenvolvían en distintas circunstancias; con las amistades, en el trabajo, en los trayectos, de fiesta, en la universidad, con sus parejas, con sus hijos, en familia. Esta observación hizo que a la vez me mirara a mí misma, lo que me llevó a tomar consciencia con mayor profundidad de aspectos muy interesantes de mi vida.

Esta vez les hablaré de estilo. Sí, así mismo. Una de las cosas que hice el primer y segundo año fue suspender la compra de ropa. Sí, no compraba NADA. Mi familia no entendía muy bien que me llevaba a esta decisión tan dramática aunque algo intuían, ya tenían de precedente cuando algunos años atrás, con 19 años más o menos, tomé la decisión radical de regalar prácticamente toda mi ropa. Esta vez confluían varias cosas: el primer año lo tomé sabático, por lo tanto, el dinero del que disponía lo usaba para cosas más importantes que vestirme (ahora me río, que lo sepan) y durante el segundo año, empecé a trabajar y también a estudiar, no tenía tiempo ni capacidad física, emocional, psicológica para hacer otra cosa, y pensar en ir de compras; buscar tiendas, revisar, probarme, elegir y demás era algo que definitivamente no estaba en mis prioridades ni de lejos. Incluso, mi pareja llegó a pedirme por favor, que dejara de usar mis buzos tan amados y apañadores. Ya pueden imaginarlo, verme casi cada día igual, vestida con mis “regalones” debió de ser muy loco! Así trabaja sigilosa la neurosis, dicen.

Mi familia, a más de 14.000 km de distancia no veía con buenos ojos mi situación, tanto así que una de mis hermanas, muy amorosamente, me envió una maleta llena de ropa! Ropa que ella ya no usaba con otras nuevas, y que me regaló para que yo renovara mi armario. Entonces pasé a usar su ropa adaptándola como pude a mi estilo, mi onda. Estuve vistiéndome así casi un año entero o más. Es fuerte lo que digo, me doy cuenta, pero en ese momento me parecía una excelente opción, mi mente no podía ni quería tomar más decisiones. Por supuesto, ahora soy consciente de mi nivel de estrés y saturación de aquel tiempo. ¿Cómo era posible que ni siquiera me diera a la simple diversión de elegir aquello que me gustara y comprarlo, aunque fuera una o dos cosas?

Esta nota es en tono divertido, al menos un poco, porque ya aprendí varias cosas de esos años. Mi estudio de caso, las mujeres catalanas, dio mucho de sí. ¡Aprendí tanto! Y en este aspecto en particular, aprendí de comodidad, de telas, de maquillaje, de lo práctico a la hora de vestir sin dejar de lado la belleza y la calidad. Conocí las tiendas de autor más allá del Drugstore santiaguino. También de elegancia y sobriedad. De combinar y también de libertad. De colores! Y las admiraba en silencio, con gratitud de estar donde estaba, en la ciudad más bonita del mundo!

Gracias a Dios, y a que tomé distancia del estrés y la ansiedad que me generaba estudiar a tiempo completo de lunes a viernes de 8 a 14h trabajando con una jornada laboral de 40h semanales, me di el espacio de cambiar mi armario —y otras cosas más— a uno que fuera más mío, no fue total, no obstante, paso a paso fui abriéndome a vivirlo de otra manera. De hecho heredé malas costumbres de aquellos años de “austeridad” radical y autoimpuesta aunque me quedo con lo mejor: aprendí de armarios cápsulas que mucho tiempo después puse en práctica y me encanta, tanto así que este hábito lo conservo hasta hoy para mí y para mi hijo. Aprendí de la nobleza de las telas naturales, de consciencia a la hora de comprar cualquier cosa —consumo responsable le llaman ahora—, del juego y la capacidad de hablar de nosotras mismas a través de aquello que llevamos puesto, que la vestimenta/indumentaria es un lenguaje que se actualiza y evoluciona junto conmigo. Y sobre todo aprendí a conocerme, qué me gusta y qué no.

En algo que algunos pueden juzgar de superficial, encontré aspectos de mí fundamentales: aprecio y devoción por la naturaleza, respeto de mí misma y mi entorno, el valor del trabajo de creadores que ponen empeño y felicidad en lo que hacen, la importancia de lo local por sobre el consumo de masas y así unas cuantas cosas más. Y lo más importante, que atender mis estados emocionales/psicológicos a tiempo sí es radicalmente importante, que los extremos son tan dañinos sean del lado que sean, lo mismo las ideologías. Y todo a través del estilo y la observación.

Nota 1: la imagen que acompaña este escrito corresponde a unos autorretratos que hice metida en un armario intentando trasladar mi estado emocional de ese período. No está recreado, es durante ese tiempo, para prueba salgo con uno de mis buzos amados. El título de este trabajo se llama “Prisioneros de la piel”.

Nota 2: Si les gusta saber de estilo, les recomiendo este libro del año 2018 se llama Empieza por los zapatos de Andrea Amoretti Y para saber más del armario cápsula, si no lo conoces, aquí puedes leer una artículo del Vogue España

Acuérdate, sé respetuoso/a con mi trabajo, si no te gusta simplemente busca otro contenido acorde contigo, seguro lo hay. Y por supuesto, puedes compartir lo que publico, mencionándome en las entradas que hagas a través de cualquier medio.

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