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Salí a la calle; un impulso me sacó fuera y lo seguí. El día está soleado y frío; es una mezcla interesante, sol y frío. Es invierno.

Camino automáticamente, hasta que mi imagen en un reflejo de un gran ventanal me devuelve un poco de conciencia. Seguí caminando, sonriendo, reflexionando acerca de cómo mi imagen evidencia mi locura cotidiana.

Tomo un taxi, miro el teléfono a la vez que miro a través de la ventana del auto, casi simultáneamente. Entonces decido, prefiero la ventana y la luz del día, guardo el celular. Hay tráfico, un poco de atasco al salir a la avenida.

Seguimos, en silencio, el conductor y yo.

Llego y veo largas filas de personas. Bajo del vehículo y camino en dirección a la entrada. Cuesta avanzar entre tanta gente, justo en la puerta hay un cerco que impide el paso.

Un desconocido, un hombre mayor, me pregunta hacia donde voy, le explico desconfiada. Espere aquí, me dice. Habla con un chico, entra al edificio mostrando su credencial, sale y viene hacia mi.

Pase, vaya por el pasillo a la derecha y luego a la izquierda. Entro, la multitud queda atrás. Me atienden enseguida, termino el trámite que parecía imposible. Tardé lo mismo que dura una canción, o menos.

Y esos minutos de espera bastaron para ver a mi alrededor.

Un lugar abarrotado de madres con hijos pequeños, personas solas con semblantes apagados. Un bebé llorando desconsolado, en alguna parte. Funcionarios sobrepasados, un edificio desgastado, mustio.

Siento el llanto de aquel bebé que no logro ver. Y esos gritos se cuelan en mi cuerpo, en mi mente, noto su dolor. Casi lloro con él, las lagrimas llegan a mis ojos y las contengo.

Tranquilo bebecito, mamá está inquieta también.

Salgo del lugar con una mezcla de sensaciones. Recuerdo cuando fui inmigrante en Barcelona, qué distinto es cuando las condiciones son otras. En la calle, hago algunas fotos desde el puente, miro alrededor, veo-siento las emociones que andan por ahí: desesperanza, impaciencia, incomprensión, hastío, cansancio.

Desde el puente todo se ve distinto. Caminando, cada paso fue un respiro. El sol brillaba, personas me sonrieron, otras fueron gentiles, mi cuerpo me guió, mi mente se ordenó y el dolor se transformó.

En mi ruta aparecieron jóvenes que reían, salían de sus clases, niños jugaban, gritaban y reían divertidos, hombres fuertes trabajaban en la vía publica. Murales coloridos, inmuebles restaurados, vida de ciudad.

Y así ese contraste, entre dolor y bonitura, me hizo recordar la belleza que habita en cada uno a pesar del dolor. La esperanza que pulsa y la fuerza que empuja.

Y entonces la vida, sucede.

Camino más rápido, quiero llegar a casa. Me gusta transitar por mi propia tracción, da lo mismo la distancia. Después de un rato, llego a mi barrio, me siento en una banca de la plaza, donde recibo la luz del sol.

Escribo en mi libreta.

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