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Nada más llegar a Barcelona comencé a sentir esa sensación de ser turista en la ciudad, aunque esta vez sabía que venía sin fecha de regreso a pesar de tener un boleto de avión para dentro de un año. Ya no tenía 19 años ni viajaba acompañada, venía persiguiendo algunos sueños: vivir en la ciudad, estudiar algo relacionado con las artes visuales, danza o música, conocer el país, viajar por Europa y también vivir el amor.

El piso donde viviría era de esos antiguos, del año 1936. A pesar de que su construcción data de años muy difíciles en aquella Catalunya símbolo de resistencia republicana; ese edificio, ese departamento, ese barrio se convirtió en mi mas fiel refugio y hogar. Recuerdo que al entrar me encontré en un ambiente perfectamente veraniego que despedía las últimas semanas de la primavera catalana. Los ventanales abiertos de par en par con las cortinas suaves y ligeras meciéndose por la brisa, una sensación de mar sin estar junto a la playa, me dieron la bienvenida.

Todo era nuevo, irresistible y absolutamente embriagador. Mi barrio simplemente perfecto con su nombre Villa de Gracia, me hizo sentir en casa desde el primer momento. Sus callecitas estrechas, todas sus plazas, las terrazas de los bares y cafeterías, el ambiente entre familiar, tradicional, artístico y bohemio. Y algo que me gustó demasiado fue escuchar desde el balcón de casa los gritos y risas de los escolares del colegio que estaba justo a unos pasos desde mi portal. No saben esos niños y niñas cuantas alegrías me dieron, cuantas veces me ayudaron en situaciones de desánimo o simplemente me acompañaron en mis momentos de soledad. Bailé y canté con ellos durante sus fiestas de fin de curso desde ese año de mi llegada hasta el último curso escolar que estuvimos juntos.

Llegué a Barcelona en la luna llena del 7 de junio y dejé la ciudad varios años después a principios de una luna creciente del mes julio.

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