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Hace unos días conversando con mi hijo sobre un viaje que hice hace ya varios años a Nueva York, me di cuenta que había olvidado que durante ese viaje también estuve en Barcelona. Fueron pocos días, pero lo importante de esos días es que fui sola. El viaje comenzó con una estadía de una semana en New York para luego pasar por Madrid y terminar en País Vasco. En total un mes viajando con una amiga de la universidad, conociendo, visitando a amigos y familiares, durante un invernal mes de febrero.
De Nueva York tengo una sensación contradictoria, efectivamente pudimos disfrutar y conocer lugares icónicos como las Torres Gemelas desde donde contemplamos la ciudad lluviosa y fría desde lo alto de su mirador del piso 111, eso fue realmente impresionante y bello. También nos fuimos de copas un atardecer al restaurante giratorio del Hotel Marriott ubicado en el piso 48 desde donde pudimos apreciar la ciudad iluminada en plena oscuridad invernal, nos sentimos dentro de una película inmersas en un ambiente elegante e informal a la vez. Visitamos el Museo de Historia Natural donde grabaron (o se inspiraron) para la película la Fiera de mi Niña, cenamos en un pequeño y delicioso restaurante en el Chinatown y patinamos en la pista de hielo del Rockefeller Center, entre otras cosas. Todo eso suena genial, cierto y también lo fue, sin embargo, internamente necesitaba otra cosa. La ciudad de NY no fue un lugar donde me sintiera totalmente a gusto, lo que mas conservo con mucho amor es la imagen de las casas a las afueras de la ciudad metidas entre los bosques nevados con los ciervos deambulando por ahí libremente. Eso lo amé intensamente. ¿Y saben lo mas interesante? no tengo ninguna foto de ese viaje, dejé mi cámara olvidada en el baño del Marriott, girando sin parar.
Luego de NY llegamos a Madrid, otra gran ciudad que tanto mi amiga como yo ya conocíamos, y nada mas llegar nos miramos con cara de ¿qué hacemos aquí?. Alcanzamos a estar apenas dos días, estábamos saturadas de ciudad y ritmos acelerados, personas por todas partes, necesitábamos calma. Por eso nos fuimos a Vitoria Gazteiz, capital del País Vasco y al fin nos sentimos a gusto, tranquilas; paseando con lluvia y nieve, frío y brisa suave, divirtiéndonos en una ciudad pequeña, amable, bonita. Este territorio tenía todo lo que buscábamos y más.
Haciendo un paréntesis de la estadía en Euskadi, decidí ir unos días a Barcelona. Podría decirse que durante esta visita a la ciudad sentí el impuso final para desear con todo mi corazón vivir ahí. Fui a la ciudad en tren viajando toda la noche. Se me hizo eterno ese viaje, estaba intranquila/segura; esa extraña sensación de alegría mezclada con miedo y culpabilidad. Mis padres en Chile no sabían que viajaría sola, solo le conté a mi hermana mayor horas antes de salir en tren hacia Barna. Oscilaba entre la responsabilidad y la necesidad imperiosa de hacer lo que sentía. Llegaría a la ciudad para reunirme con algunas personas; amigos de amigas y entregarme a la magia de estar a mi propia disposición las 24hrs del día.
Durante el viaje el tren hizo una parada para esperar otro tren que hacía combinación para unir carros con pasajeros y tomar todos rumbo a Barcelona después de las maniobras de enganche. Eso duró horas, más por el mal tiempo del norte de España. Finalmente, pudimos seguir el recorrido de forma tranquila, llegamos en una mañana fría de invierno que luego abrió pudiendo recibir el calorcito invernal del mediterráneo a fines de invierno. Fue mágico salir del hostal internacional, el típico donde muchos jóvenes estudiantes se alojaban durante sus viajes por Europa en ese entonces, para caminar por la ciudad recibiendo rayos de sol en mi pelo húmedo. Había dormido pésimo pero eso no fue ningún impedimento para saborear mi gran momento de viajera solitaria, aunque lo de solitaria me durara apenas unas horas.
Después de caminar por el barrio Gótico, perdiéndome en sus calles, caminar por la Rambla con sus quioscos de flores y periódicos, pronto me di cuenta que necesitaba comprarme una mochila o bolso, más acorde de mi próxima cita con un funcionario del Ayuntamiento de la ciudad. Según yo mi look estaba bien: jeans, botines, camiseta y un sweater delgadísimo. Pero eso de andar con un banano y cosas en los bolsillos como que no estaba tan acorde a la belleza que me rodeaba y me puse manos a la obra. Claramente, me metí en cualquier tienda de la calle Princesa, que me quedaba de camino desde el hostal hacia el ayuntamiento; me compré una mochila negra increíble a un precio excelente, la mejor compra que hacía en mucho tiempo. Sin saberlo, me hice con una mochila de imitación de marca famosa en una de las mejores tiendas de la ciudad, la de los pakis (pakistaníes). Me duró muchos años, debo decirlo. Y no, con los años no me hice cliente habitual de la piratería de autor aunque sí de las tiendas y cafeterías del casco antiguo. Amor eterno por las teterías.
Si bien esta vez mi viaje fue para celebrar la finalización de mis estudios universitarios y que llevaba un semestre trabajando en el lugar de mis sueños, este paso por la ciudad hizo que me sintiera la reina de mi vida; en el tope de la juventud, con inmensas ganas de vivir y ser feliz.
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