Publicado por Bárbara Cáceres V.
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Cuando chica nunca fui muy de jugar a las guaguas, tampoco era fanática de los peluches. Lo maternal no era lo mío. A medida que fui creciendo sentía incomodidad cuando las familias llegaban con niños a restaurantes o tiendas y ellos gritaban o se me acercaban, no sabía muy bien cómo reaccionar, pero claramente no me generaban ternura, no como le suele pasar a la mayoría de las personas, especialmente a las mujeres. Y luego, un poco más mayor, continué viendo la maternidad como algo lejano, si bien no me planteaba la posibilidad de no tener hijos, sentía que era algo que podía seguir esperando. Suponía que todo llegaría con la madurez, con esa sensación de sentirse “adulto”.
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Fue en ese viaje del tiempo que me vi casada, con cuatro años de matrimonio feliz y estable, un proyecto laboral en marcha, relacionado con la primera infancia que de cierta forma me fue acercando a los niños y entonces vino la pregunta: ¿No será momento ya de pensar en un hijx? Mi pareja, al igual que yo, no traía en su chip la paternidad como prioridad, lo consideró una propuesta sensata después de escuchar mis sólidos argumentos, los cuales fueron algo así:
– Ya pasamos el umbral de los 30, si no nos ponemos las pilas pronto terminaremos siendo papás viejos.
– Económicamente estamos establecidos. Nuestros padres lo hicieron con mucho menos.
– Tenemos varios viajes a cuestas, podemos hacer una pequeña pausa sin resentirlo. (el ítem viajes era algo importante en nuestras vidas)
– Queremos que nuestros hijos disfruten a sus abuelos y viceversa. Esto nos parecía muy relevante (especialmente a mi).
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Resultado: Nos pusimos en campaña.
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Un año costó que el test saliera positivo. Más de lo que nuestro cuadrado plan estipulaba. En todo ese tiempo jamás nos cuestionamos cómo era realmente la “mapaternidad”. No apareció lo que hoy, a más de 10 años, nos parece básico, el pensamiento crítico. Todo era parte de la rueda de la vida que debía avanzar sin cuestionamientos y por ese entonces, las únicas frases que se escuchaban en nuestro entorno respecto al embarazo eran las clásicas y añejas “es una bendición”, “ahora serán una familia”, etc. Si lo pensamos, un hijo, más que una bendición, es una decisión, que debe ser tomada con la mayor de las conciencias, ojalá con muchísima información real; por otra parte, familia se es de muchas formas, no sólo con la llegada de los retoños.
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Nació nuestra hija, de manera brusca, mucho antes de completar las 40 semanas de gestación. Ni ella ni yo estábamos listas para encontrarnos. De pronto, se instaló el caos, la incertidumbre, los inconvenientes, la soledad y la constante compañía de la muerte rondando. Mucho miedo y también pena, mucha pena. Nada era como me lo habían contado, nada salió como lo había imaginado. Nos sentíamos en un tiempo/espacio paralelo, donde sólo habitábamos nosotros tres. Todo era hostil, invasivo, doloroso, falto de cariño, frío. Después de dos meses de estar viviendo en una neonatología, nos fuimos a casa en el mes de junio; comenzó el invierno, el invierno más largo y gris que recuerde en mi vida. Comenzaron las terapias constantes, la seguidilla de visitas a especialistas, evaluaciones, exámenes, problemas, en compañía de un compañero nuevo que vino a instalarse en nuestras vidas: el miedo.
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Entonces, de repente tuvimos que aprender a vivir una vida nueva, nos sacamos de encima a las antiguas personas que habitábamos, como quien se saca un disfraz, así de literal y tajante. Aprendimos tanto, los tres… Comenzamos a convivir con las dificultades, con nuestra realidad. A partir de esta experiencia traumática, aprendimos que vivir es el día a día: entendiendo, cuestionando, disfrutando, creciendo, respetando nuestras formas. Ignorando esquemas y estereotipos. Volvimos a viajar, con una bebé, pero ya no solo físicamente, también abriendo nuestras mentes, adaptándonos, inventando soluciones.
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Soy una defensora de la autonomía e individualidad de las personas, sin embargo, siento que de alguna manera mística nuestras almas están entrelazadas con las de otros. Eso es lo que yo siento con mi hija. Ella es mi propósito en la vida. Ella es mi gran proyecto, mi tesis, mi motivo. Comprendí qué es para mí lo más importante. Su llegada me llevó de una forma impensada a descubrirme, hizo que conociera la incondicionalidad en el real sentido de la palabra y el amor desde un escenario infinito. Insisto y recalco la individualidad; ella es ella, un otro distinto y único, independiente. Yo sólo acompaño, guío, escucho, apoyo, converso, me doy todo el tiempo para conversar. Algo simple pero de un valor enorme.
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La vida de un ser humano es algo tan potente, algo a lo que la sociedad y su forma de vivir, pocas veces toma el real peso y su trascendencia. Tener hijos no es un check más en la lista, no es un deber, es una decisión, una opción que debería considerar el deseo real y profundo de amar y afrontar adversidades, porque independiente de cómo salgan las cosas siempre habrá días difíciles, siempre habrán desafíos y a veces todo saldrá mal. Eso es lo que yo habría querido escuchar (o leer).
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Mi mayor anhelo es ver a mi hija crecer y estar cuando me necesite, hasta que ella emprenda su propio rumbo, libre.
Bárbara Cáceres V. 42 años Ser humana Mamá de Elena de 11 Diseñadora de Interiores
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