Publicado por María Luisa Vergara
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Levanto la cabeza y miro por la ventana el mar.
Miro por la ventana el mar y me fuerzo (me esfuerzo) a quedarme detenida mirándolo.
A recordar lo que es mirar.
Pero mirar por largo rato.
A contemplar. Eso es.
A que la vista se me pierda –como ahora lo hace– en el horizonte.
Me fuerzo (me esfuerzo) a evitar el impulso de sacar una foto. El impulso es fuerte. Porque frente a mí el paisaje es hermoso. Y la foto aparece en mi cabeza como la única posibilidad de guardar ese momento. De concretarlo en “algo” que me permita recordarlo, aun teniendo la certeza de que la foto será una más en la larga fila de recuerdos guardados en mi celular.
Me fuerzo (me esfuerzo) a evitar el impulso de apartar la vista y devolverla al celular donde hace un rato estaba. Enfrentar la mirada a esa inmensidad es al mismo tiempo embriagante y aterrador. Y siento el impulso fuerte de apartar la vista luego de unos segundos, y sumergirla en algo “más fácil”. Es un impulso parecido al de sacar la foto. Es como si mi cabeza (o mi cuerpo) no pudiera procesar tanta belleza sin asirla.
Quiero evitar mirar para evitar contemplar, en realidad.
Eso es.
Por que qué miedo contemplar.
Qué miedo la quietud de la vista enfrentada a la naturaleza, que te devuelve con un golpe la mirada hacia adentro.
Mirar hacia afuera invita a mirar hacia adentro.
A contemplar-se. Eso es.
Y eso me parece aterrador.
Y también melancólico.
Y entonces recuerdo la niñez. Recuerdo el tiempo en el que hacer esto –contemplar extasiada la naturaleza– era algo tan habitual (tan natural) para mí. Algo de todos los días. Sobre todo, de los días de verano. Como hoy.
En mi cabeza transitan con nostalgia (con melancolía) las imágenes de la vida vivida. De tanta agua bajo el puente. Y de pronto me siento adulta.
Esa fragancia del verano infantil es algo que no va a volver. Vendrán otras cosas. Vendrá la aceptación más amorosa de mí misma. Vendrá la libertad de pretender menos y elegir más. Vendrá la desfachatez y el disfrute de la edad.
Pero esa fragancia veraniega, los helados de palito, el olor a pasto, la piel quemada y la ducha después del mar. Eso ya no vendrá.
El ser sólo niña y no mujer. Eso ya no vendrá.
Levanto nuevamente la vista, ahora desde el papel.
Suelto el lápiz.
El mar sigue ahí.
El sol al fondo del mar aparece redondo entre dos nubes.
Las nubes lo deforman.
Lo hacen ver aplastado, como un biscocho esponjoso que se aprieta entre los dedos.
Lo miro ahora con mayor valentía.
Puedo permanecer aquí (así).
Miro a los pájaros que vuelan junto al mar.
Hay cientos de ellos.
Vuelan en bandada en direcciones opuestas.
Fuerzo (esfuerzo) la vista para ver a los que están más lejos.
Los distingo. Apenas.
Persigo a uno con la mirada.
Lo veo mover sus alas. Arriba, abajo.
Lo veo planear.
Lo veo volar horizontal.
A ras del agua.
Hasta el final.
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